A la
joven Sol la llamaban doña sol porque era hija de nobles, los conocidos como
señores de Lepe. En la Cartagena de aquel tiempo, como en el resto de España,
la posición social era tan o más importante.
A la
joven Sol la llamaba doña Sol porque era hija de nobles, los conocidos como
señores de Lepe. En la Cartagena de aquel tiempo, como en el resto de España,
la posición social era tan o más importante que la propia virtud, así que los
amoríos que la niña se traía desde hacía tiempo con Mendo, un cartagenero de
cepa, de buen porte y linaje, pero escaso de patrimonio, fueron prohibidos por
los nobles señores de Lepe, que se hacían
tirillas pensando en casar a su heredera con un girifalte de posición honrosa y
que cuidara de sus múltiples propiedades.
Para
ganarse los buenos ojos de los padres de su amada Sol, Mendo de Acevedo marchó
a la guerra con el viejo sueño de ser protagonista de grandes hazañas. Así los convenceré , pensaba el infeliz.
Tras años de ausencia, sin que Cartagena recibiera noticia alguna del joven,
los señores de Lepe decidieron coger el toro por los cuernos y casar a su niña
con un italiano, un caballero toscano de nombre Rodrigo Rocatti.
La ya
casada doña Sol le odió desde la primera vez que le echó el ojo. Altivo,
arrogante y tirano, don Rodrigo era todo lo contrario al bueno de Mendo, por
quien la joven esposa lloraba amargamente en las noches de soledad mirando al
Mediterráneo.
Y pasaron
los años.
Todo
cambió un soleado día en el que arribó un hombre al Castillo de la Concepción.
Decía haber estado cautivo en Orán, pero lo que llamó la atención de doña Sol
fue el hecho de que hablaba de otro prisionero, un tal Mendo, cartagenero, que
remaba en una galera morisca. La mujer, feliz de al saber que su amado estaba
vivo, juró ante la Virgen del Rosell que le recataría. Fuera como fuera.
Así,
por medio de un esclavo moro, consiguió ponerse en contacto con el capitán del
banco donde don Mendo remaba. Acordó con él, o eso creía ella, que le entregaría
los planos del castillo, donde estaban detalladas las entradas subterráneas, a
cambio de la liberación de su amado. Pero lo que no sabía doña Sol era que el
esclavo moro la estaba traicionando, pues todo lo que sabía acabó contando a
don Rodrigo, su marido. Este, furioso por la deslealtad de su esposa, la
condenó a morir empedrada en el propio castillo y la encarceló para que, en sus
últimos días, disfrutara de la húmeda soledad de una celda.
Cuando
su fatal destino se acercaba, pidió ser confesada. Aturdida por la oscuridad y
consciente de una muerte terrible, relató al monje que la atendió que su amor
por su amigo Mendo, y que ese y solo ese sentimiento era el motivo de su
perjurio.
Conmovido,
el religioso se retiró la capucha que le tapaba el rostro y se presentó como el
mismísimo don Mendo de Acevedo, convertido ahora en Fray Juan de la Cruz, que
se había mentido al clero poco después de ser liberado con la intención de
encontrar en la religión un consuelo a su alma atormentada por la noticia de la
boda de Sol y Rodrigo, de la que se enteró al volver a su tierra, a Cartagena.
Tras
el reencuentro, y con la llegada de los carceleros a la celda, Fray Juan de la
Cruz, antaño conocido como don Mendo de Acevedo, volvió a cubrir su cabeza con
la capucha y se marchó en busca de don Rodrigo, al que, una vez lo tuvo
delante, pidió clemencia para la mujer sin revelar su identidad, jurando por su
hábito que Sol era inocente. Sin embargo, el emponzoñado corazón del señor del
Castillo de la Concepción negó el indulto e, intrigado, inquirió al monje por
su nombre. Orgulloso, ávido quizá de venganza, el religioso se identificó como
el noble Mendo de Acevedo, un sencillo enamorado.
Don
Rodrigo ordenó entonces a sus hombres que prendieran al monje. Le golpearon
para dejarlo inconsciente y, una vez lo consiguieron, don Rodrigo colocó un
cartel en su pecho que rezaba “Por
sacrílego y deslea” con un clavo que
le atravesó el esternón. Sin embargo, y viendo que aún se mantenía con vida, lo
bajaron al sótano y lo ahorcaron.
Acto
seguido, don Rodrigo se fue a la celda de su esposa. La tomó por el brazo y la
llevó a una estancia acondicionada previamente para ser tapiada. Mientras iba
colocando las piedras para ser encerrada por los siglos, doña Sol exclamó: “Soy inocente” . La sangre que mi esposo derrama caerá sobre su cabeza. Don Rodrigo:
quedáis emplazado por la muerte, de aquí a veinte días, si soy inocente”. Cuando
las últimas piedras formaron la pared emparedando a la mujer, aún se la oía
decir: “emplazado quedáis, don Rodrigo,
emplazado quedáis”.
Y
definitivamente, veinte días después murió don Rodrigo de manera repentina, por
lo cual fue recuperado el cuerpo de la dama para darle cristiana sepultura. Sin
embargo, cuentan ciertas historias en Cartagena que varios vigilantes que han
trabajado en el Castillo de la Concepción, cuando el sol se pone y la oscuridad
embarga el centro de la ciudad, se ha topado con una misteriosa figura simiar a
la de una dama que recorre las inmediaciones del lugar, vagando como un alma en
pena.
¿Cierta?. Fiat Lux.
Nota: esta historia la leí del blog de Alberto Espinosa y está transcrita tal cual.
http://albertoespinosalopez.blogspot.com.es/2014/01/fantasma-cartagena.html