martes, 23 de febrero de 2016

DOÑA SOL Y DON MENDO


A la joven Sol la llamaban doña sol porque era hija de nobles, los conocidos como señores de Lepe. En la Cartagena de aquel tiempo, como en el resto de España, la posición social era tan o más importante.
A la joven Sol la llamaba doña Sol porque era hija de nobles, los conocidos como señores de Lepe. En la Cartagena de aquel tiempo, como en el resto de España, la posición social era tan o más importante que la propia virtud, así que los amoríos que la niña se traía desde hacía tiempo con Mendo, un cartagenero de cepa, de buen porte y linaje, pero escaso de patrimonio, fueron prohibidos por los nobles señores de Lepe,  que se hacían tirillas pensando en casar a su heredera con un girifalte de posición honrosa y que cuidara de sus múltiples propiedades.

Para ganarse los buenos ojos de los padres de su amada Sol, Mendo de Acevedo marchó a la guerra con el viejo sueño de ser protagonista de grandes hazañas. Así los convenceré , pensaba el infeliz. Tras años de ausencia, sin que Cartagena recibiera noticia alguna del joven, los señores de Lepe decidieron coger el toro por los cuernos y casar a su niña con un italiano, un caballero toscano de nombre Rodrigo Rocatti.
La ya casada doña Sol le odió desde la primera vez que le echó el ojo. Altivo, arrogante y tirano, don Rodrigo era todo lo contrario al bueno de Mendo, por quien la joven esposa lloraba amargamente en las noches de soledad mirando al Mediterráneo.
Y pasaron los años.
Todo cambió un soleado día en el que arribó un hombre al Castillo de la Concepción. Decía haber estado cautivo en Orán, pero lo que llamó la atención de doña Sol fue el hecho de que hablaba de otro prisionero, un tal Mendo, cartagenero, que remaba en una galera morisca. La mujer, feliz de al saber que su amado estaba vivo, juró ante la Virgen del Rosell que le recataría. Fuera como fuera.
Así, por medio de un esclavo moro, consiguió ponerse en contacto con el capitán del banco donde don Mendo remaba. Acordó con él, o eso creía ella, que le entregaría los planos del castillo, donde estaban detalladas las entradas subterráneas, a cambio de la liberación de su amado. Pero lo que no sabía doña Sol era que el esclavo moro la estaba traicionando, pues todo lo que sabía acabó contando a don Rodrigo, su marido. Este, furioso por la deslealtad de su esposa, la condenó a morir empedrada en el propio castillo y la encarceló para que, en sus últimos días, disfrutara de la húmeda soledad de una celda.
Cuando su fatal destino se acercaba, pidió ser confesada. Aturdida por la oscuridad y consciente de una muerte terrible, relató al monje que la atendió que su amor por su amigo Mendo, y que ese y solo ese sentimiento era el motivo de su perjurio.
Conmovido, el religioso se retiró la capucha que le tapaba el rostro y se presentó como el mismísimo don Mendo de Acevedo, convertido ahora en Fray Juan de la Cruz, que se había mentido al clero poco después de ser liberado con la intención de encontrar en la religión un consuelo a su alma atormentada por la noticia de la boda de Sol y Rodrigo, de la que se enteró al volver a su tierra, a Cartagena.
Tras el reencuentro, y con la llegada de los carceleros a la celda, Fray Juan de la Cruz, antaño conocido como don Mendo de Acevedo, volvió a cubrir su cabeza con la capucha y se marchó en busca de don Rodrigo, al que, una vez lo tuvo delante, pidió clemencia para la mujer sin revelar su identidad, jurando por su hábito que Sol era inocente. Sin embargo, el emponzoñado corazón del señor del Castillo de la Concepción negó el indulto e, intrigado, inquirió al monje por su nombre. Orgulloso, ávido quizá de venganza, el religioso se identificó como el noble Mendo de Acevedo, un sencillo enamorado.
Don Rodrigo ordenó entonces a sus hombres que prendieran al monje. Le golpearon para dejarlo inconsciente y, una vez lo consiguieron, don Rodrigo colocó un cartel en su pecho que rezaba “Por sacrílego y deslea”  con un clavo que le atravesó el esternón. Sin embargo, y viendo que aún se mantenía con vida, lo bajaron al sótano y lo ahorcaron.
Acto seguido, don Rodrigo se fue a la celda de su esposa. La tomó por el brazo y la llevó a una estancia acondicionada previamente para ser tapiada. Mientras iba colocando las piedras para ser encerrada por los siglos, doña Sol exclamó: “Soy inocente” . La sangre que mi esposo derrama caerá sobre su cabeza. Don Rodrigo: quedáis emplazado por la muerte, de aquí a veinte días, si soy inocente”. Cuando las últimas piedras formaron la pared emparedando a la mujer, aún se la oía decir: “emplazado quedáis, don Rodrigo, emplazado quedáis”.
Y definitivamente, veinte días después murió don Rodrigo de manera repentina, por lo cual fue recuperado el cuerpo de la dama para darle cristiana sepultura. Sin embargo, cuentan ciertas historias en Cartagena que varios vigilantes que han trabajado en el Castillo de la Concepción, cuando el sol se pone y la oscuridad embarga el centro de la ciudad, se ha topado con una misteriosa figura simiar a la de una dama que recorre las inmediaciones del lugar, vagando como un alma en pena.

                                                                                        ¿Cierta?. Fiat Lux.

Nota: esta historia la leí del blog de Alberto Espinosa y está transcrita tal cual.
http://albertoespinosalopez.blogspot.com.es/2014/01/fantasma-cartagena.html


No hay comentarios:

Publicar un comentario