En
un tiempo perdido, en los confines de la memoria, cuando los habitantes del
Olímpo aún moraban sobre la tierra, vivía un hombre cuyo ingenio se acercaba al
de los Dioses.
Un
hombre capaz de inventar maravillas apenas imaginables, un hombre capaz de
crear seres mecánicos con su martillo de herrero, un hombre que fue incluso
capaz de volar, un hombre llamado Dédalo.
Pero
ni incluso aquel, cuya inteligencia y sabiduría habían acercado tanto a la
virtud creadora de los inmortales fue capaz de dejar atrás la pasión y la ira
que todo mortal lleva dentro.
Por
aquel entonces, antes de que Dédalo sucumbiese a la envidia y el miedo, toda
Atenas le consideraba el mejor de sus inventores, sus creaciones eran admiradas
en toda Grecia, aunque algunas de sus ideas no fueran mas que sueños que
difícilmente pudieran realizar ni el mejor de los inventores.
Pero
su joven ayudante Thalos, comenzaba a convertir esas ideas en realidad.
Al
saberse superado por su discípulo, la envida comenzó a corromper el alma de
Dédalo y aunque su mente racional le decía que Thalos era tan solo un aprendiz
que desarrollaba sus creaciones, su ser irracional, aquello que lo hacía más
humano terminó derrotándolo.
Aterrado
por la idea de ser superado por su discípulo y de perder fama y fortuna acabó
con Thalos en un ataque de locura.
Dédalo
sabía que su crimen sería castigado, debía huir dejando atrás su amada Atenas y
la admiración de sus ciudadanos.
Puso
rumbo hacia el lugar en el que nadie se atrevería a buscarlo, los dominios del
rey Minos, el mayor enemigo de Atenas.
Con
la esperanza de que Minos le acogiese en su reino, mostró al soberano alguna de
las maravillas que había creado: los baños termales, el compás o la rueda de
alfarero. Nada de esto interesaba al rey.
Pero
la visión del poderoso ser metálico hizo que Minos cambiara de opinión.
Consciente
de las ventajas que el genio ateniense podía darle sobre sus enemigos aceptó
acogerle en su corte si era capaz de dar vida al “autómata”.
Dédalo
pasó días y noches intentando dar vida al ser metálico que haría de Creta un
lugar prácticamente invulnerable.
Dédalo
se había ganado la confianza y hospitalidad del rey.
Pasaron
los años, Dédalo fundó una familia, formó parte de esta tierra y encontró ayuda
y compañía en su joven hijo, Ícaro.
Pero
por designio de los dioses Minos reclamó de nuevo su ayuda.
Poseidón,
Dios del mar, había maldecido a Minos dándole un hijo deforme, con cabeza de
toro y cuerpo de hombre que se alimentaba de carne humana.
Horrorizado
el rey le dijo a Dédalo que diseñase un laberinto del que la bestia nunca
pudiese escapar y a sí poder ocultar la humillación a la que los dioses le
habían condenado.
A
los pocos meses, Dédalo respondió con la construcción más perfecta jamás
soñada.
Con
Dédalo de su parte, sintiéndose poderoso y a salvo de dioses y humanos, Minos
decidió atacar la debilidad de Atenas.
Sus
eternos enemigos fueron aplastados, el rey Egeo y el `príncipe Teseo tuvieron
que rendirse y acatar las humillantes condiciones de Minos.
A
partir de ese momento y hasta la muerte de la bestia, serían los atenienses
quienes cada luna llena alimentarían al Minotauro.
Teseo
se ofreció a ser el primero en morir. El rey Egeo despidió a su hijo ofreciendo
como presente las velas de su propio barco.
El
corazón del monarca reinaba el terror de estar enviándole a una muerte segura,
derrotar al Minotauro parecía misión imposible.
En
Creta, Dédalo llevaba años cegado por la grandeza de sus inventos pero al
conocer la llegada de su príncipe supo que por segunda vez no podía traicionar
a su amada Atenas y decidió ayudar a Teseo a acabar con la bestia.
Dédalo
sabía que de ser descubierto la cólera de Minos sería terrible, pero bien
merecía la pena el castigo si con ello podía devolver a Atenas algo de lo que
le había arrebatado.
Con
la ayuda de la princesa Ariadna, que había caído locamente enamorada de Teseo,
le había hecho llegar una espada y un ovillo mágico al valiente príncipe.
Teseo
pudo matar al minotauro con la espada de Dédalo y encontrar el laberinto
desenrollando a su paso la lana del ovillo mágico con el que había marcado el
camino de vuelta.
Muerta
la bestia a Dédalo solo le quedaba esperar el castigo; sin duda merecía la pena
pagar con la muerte para pagar el honor hace tantos años perdido. Pero sin
quererlo su acción había condenado también a su hijo, la ingenuidad con la que
había actuado al no adivinar que la venganza de Minos caería sobre los suyos
destrozaba el corazón de Dédalo.
Para
ambos, Minos dicto la misma sentencia. Morirían encerrados en el mismo
laberinto que ellos habían construido.
Pero
la sed de venganza hizo que el rey subestimara lo que el ingenio de Dédalo
seria capaz de crear para salvar a Ícaro. Con apenas algunas plumas y huesos de
animales muertos en el laberinto, Dédalo construyó unas alas con las que enseñó
a su hijo a volar. Por primera vez el mundo sería capaz de ver a un humano
surcar el cielo como las aves.
Dédalo
e Ícaro pudieron escapar de su prisión, por fin libres, Dédalo advirtió a su
hijo que no se acercara demasiado al sol o el calor quemaría sus alas.
Pero
la temeridad y la imprudencia propias de un adolescente hicieron que Ícaro no
escuchase las palabras de su padre y que sus alas acabaran en llamas.
Y
así fue como el hombre que supo crear como los dioses pagó el crimen que cometió,
como el más vulgar de los humanos.
Fiat Lux.
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