Es
caprichosa la forma en que los dioses juegan con la débil voluntad de los
hombres, lo que para los habitantes del Olimpo fue un simple entretenimiento
cambió el devenir de la historia.
En
el origen de los tiempos, cuando los hombres aún no habitaban la tierra, Dioses
y Titanes luchaban por el control del Universo. Innumerables batallas se
sucedían en una guerra que parecía no tener fin.
La
historia de los mortales está llena de finales, de imperios que creyeron ser
eternos y acabaron arrasados por la guerra y el fuego, pero su historia también
está llena de comienzos, de hombres que convirtieron la derrota en victoria y
la agonía en gloria.
Hombres
destinados a ser recordados por toda la eternidad, hombres como Eneas, hijo de
Afrodita, diosa del amor.
Hera,
esposa de Zeus; Atenea, diosa de la Sabiduría y Afrodita, diosa del amor, decidieron
que París, príncipe de Troya, fuera quien juzgara cual de ellas era la más
bella.
A
Afrodita le bastó con conceder a Paris el amor de Helena de Esparta para que el
joven príncipe le declarase la más hermosa entre todas las inmortales.
Encolerizada
por la decisión, Hera juró que no habría paz para los troyanos, su promesa no
tardo en hacerse realizad, pues Helena pertenecía desde hacía tiempo a Menelao,
rey de Esparta.
Cuando
el soberano descubrió que Helena había escapado con Paris, clamó venganza a los
Dioses y junto a Ulises, rey de Ítaca, reclutó a los más valientes héroes griegos
para recuperar a la que ya era conocida como “Helena de Troya”.
Los
mirmidones de Aquiles, las huestes de Ajax y Ulises y los temibles hopitas de
Agamenón fueron la vanguardia de la mayor flota que la humanidad hubiera
conocido.
La
guerra que la vanidad de la diosa Afrodita y la insensatez que un joven
príncipe habían provocado se prolongó durante más de diez años y parecía no
tener fin, los troyanos repelían uno tras otro los ataques de los griegos,
acabando incluso con Aquiles y el propio rey de Esparta.
Pero
el astuto Ulises tramó un plan e hizo que sus soldados se escondiesen dejando
tras de sí un gigantesco caballo de madera. Creyendo que los griegos se batían
en retirada, los troyanos introdujeron el caballo en la ciudad para honrar a
los dioses.
Cuando
todos dormían. Ulises y sus hombre salieron del interior del caballo y abrieron
las puertas de cuidad, la venganza esta servida, Troya había caído.
Pero
Eneas, Hijo de Afrodita, el último de
los príncipes troyanos no era capaz de abandonar su patria por más que la
derrota fuera segura.
Hijo
de dioses y reyes, Eneas eligió morir en el campo de batalla antes que ver sufrir
a un solo troyano más. Pero no era morir en Troya su destino y mediante un
conjuro hecho por Afrodita haciendo creer que se dirigía a la batalla evitó así
su muerte segura.
A
través de su madre pudo contemplar su futuro y en ellos se vio devolviendo la
gloria a los troyanos y fundando una nueva nación para su pueblo, una nación
que los hijos de sus hijos convertirían en el impero más grande jamás soñado y
que su estirpe gobernaría hasta el fin de los tiempos.
Eneas
ayudó a los supervivientes y marchar en busca de su futuro. Pero ni siquiera para
el hijo de una diosa el destino traza caminos sencillos y hallar aquello que
estaba escrito tenía su precio.
La
furia de Hera sembró el mar de tormentas y la tempestad acabó con muchos
troyanos.
Eneas
suplicó ayuda a los dioses del Olimpo, había visto morir a miles de los suyos,
si de verdad era el elegido, los dioses habrían de permitir que al menos su
pueblo fuera acogido en nuevas tierras.
Los
dioses eternos escucharon la súplica de Eneas y mientras contemplaba los muros
de la poderosa ciudad de Carthago,
Afrodita le pidió que esperase a Dido, soberana de aquellas tierras, pues ya
había dispuesto que cupido con una de sus flechas la hiciese caer a sus pies
rendida de amor.
Atravesado
su corazón por la flecha de cupido, la reina se dirigió en busca de Eneas, y
cuando lo hubo encontrado le juró amor eterno y le prometió que el pueblo
troyano tendría siempre acogida en su reino.
Entre
los brazos de Eneas, Dido estuvo convencida de que la felicidad que sentía
habría de durar siempre.
Pasaron
los meses y el amor de ambos crecía junto con la fraternidad de sus súbditos. Convencido
de que por fin los troyanos habían logrado su tan ansiada patria, Eneas unió su
pueblo al de Dido para que fueran a partir de ahora un solo.
Pero
no pueden los mortales con su voluntad variar las líneas de lo que está escrito
y fue el propio Zeus, dios de dioses quién envió a Hermes, dios mensajero para
recordar a Eneas lo que su madre le había profetizado, que no era este el final
de su viaje, ni Carthago el lugar elegido, debía partir de inmediato en busca
de su destino final.
Al
amanecer de ese mismo día la princesa se sorprendió sola en su lecho e inquieta
por la ausencia de su amante decidió ir en su búsqueda. Cuando Eneas le relató
a Dido lo que había sucedido, la reina no quiso creerlo y aunque el alma de
Eneas no quería jamás separarse de Dido, el deber para su pueblo hizo que no
dudara en hacerlo.
Destrozada
por la partida de Eneas, con la flecha de cupido aún clavada en su corazón,
Dido, se dio muerte.
Troyanos
y cartagineses serían enemigos desde ese momento y por siempre.
Guiado
por los dioses y los buenos tiempos, Eneas llegó por fin al que habría de ser
el final de su viaje.
Pero
el final de su viaje, un viaje que comenzó con el dolor de ver Troya destruida,
de ver a su pueblo masacrado y de tener que renunciar a su reina fue solo el
comienzo de otra leyenda, la del hombre que llevaría a su pueblo a la victoria,
la del rey que crearía un nuevo impero para los hijos de Troya, el imperio que
las generaciones venideras conocerían como el Imperio Romano.
Fiat
Lux.
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